Sonó el teléfono a las siete de la mañana, anunciando un problema grave en la familia, salí corriendo, había que resolverlo; desperté a mi hermanito, diez años menor que yo; mi madre se desvaneció en su sillón; me tocaba a mí.
¿Cómo? No sabía, pero era el momento; el entrenamiento había terminado. La hora de los hornos había llegado. Era domingo, no había transporte, fuimos a pie hasta hasta donde el patriarca. La orden era ir con él; tomé la decisión de ir solo. Así lo hice como aquel siete de enero de 1965, cuando decidí venir a este mundo. Me senté a esperarlo; sólo él me sacaría de tamaña situación, no llegaba nadie, pasaban las horas y nada desde las nueve de la mañana.
Ocho horas pasaron hasta llegar el primero, pero no era suficiente, a medida que pasaba el tiempo llegaban más y más. Su presencia perfecta y única no hacía su entrada, yo ecuánime, como de él lo había aprendido. La paciencia es una virtud de los que esperan, todo llega, todo pasa, por eso no desistiría en mi empeño.
Llegó la noche con su crueldad, y con ellas más personas, nadie se me acercaba ni quería, total nada irían a cambiar. Mi disgusto por su ausencia iba “in crescendo” no entendía nada, era un sentimiento ajeno, ese nunca lo había experimentado. Se acercaba la medianoche y nada, la sala llena , pero era como si no hubiera nadie. La madrugada hizo su entrada y a su paso la mañana. Había amanecido y él no estaba, de pronto todos se levantaron, alguien avisó que ya se lo llevaban. Seguía sin entender, salí del lugar, me pegué a la pared, me fui deslizando lentamente hasta tocar el suelo, una mano extendida me hizo levantarme y erguirme, saqué mis gafas oscuras, no quería ver, no quería que me vieran. Avancé aturdido ante la mirada de todos, entre en el carro, no atinaba, por el camino las personas se hacían la señal de la cruz, no quería saber porqué, llegamos a aquel precioso lugar que desde entonces ya nunca más lofue.
Nunca me gustaron los curas, no sé si fue por eso que le impedí se escuchara lo que por obligación tenía que decir. El sonido que de mí brotaba era más importante que su padre nuestro, al final el padre era mío. Había muerto PAPÁ, cosa que yo no aceptaba.
Veinte años pasaron y aún sigo viendo su sonrisa, escuchando su voz y su silbido en la noche anunciándo su llegada después del trabajo al niño que fui, al adulto que soy, siento su apoyo y su a abrazo a cada paso.
Gracias Papá, yo que te quiero tanto.
Miami 18 de junio de 2017.
12:47
Nota: Eterna e infinitamente agradecido a mis amigos Lídice Perez López y Armando Sotolongo Manito; así como a mis compañeros y hermanos queridos del Museo de Historia de las Ciencias, que me acompañaron aquel domingo 20 de julio y la mañana del lunes 21.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario