No sé si se lo llevaba o si no quería entregármelo. Su figura fina, blanca y esbelta, cubierta por una vaporosa bata amarillo pastel, evidenciaba su prisa. Algo sostenía entre sus manos. Se las abrimos a las fuerzas entre mi dulce tía y yo; no hizo mucha resistencia, fue así que dejó ver en su palma un papel muy doblado, de aquellos amarillos de oficina que sirven para adherir a los escritorios, con mensajes, notas o recordatorios. Salió corriendo sin decir nada, sin identificarse siquiera. Fijé la vista en el papel deparándome ante una caligrafía de trazos perfectos, casi quebradiza en su tono gris grafito.
Decía: Piju, -como solo pocas personas me han dicho durante este medio siglo de vida-; de pronto un frío intenso cubrió mi cuerpo unido a una luz en mi rostro, traté de taparme, guarecerme de ellos bajo la manta, de nada valió, la grafía se fue disolviendo y abriéndose con ello la puerta del último día de junio.
Amanecía y la baja temperatura de la habitación se había unido al leve resplandor, borrando el sueño o, revelación de algo que el devenir de la jornada espero me dicte haciéndome salir de esta dichosa incertidumbre mañanera.