"la gente sube a la gua-gua,
y es tanta que se atropella,
y como, no estoy pa esa salsa
me voy pa la via blanca,
y allí, cojo una botella".
y es tanta que se atropella,
y como, no estoy pa esa salsa
me voy pa la via blanca,
y allí, cojo una botella".
Cuando la cosa del transporte se puso
mala –y no quiere decir que alguna vez estuvo buena- por los años ’90, gracias
a Dios en el museo nos dieron uniforme, -porque ropa no había tampoco- para
atender a los visitantes, algunos de ellos ilustres, y allí me hice de un
personaje, que incorporaba cada mañana. A los efectos el personaje era un
diplomático, funcionario de la Embajada de Brasil. Si alguno de ustedes ha ido a dicha sede, que
está en la antigua “Lonja de Comercio”, sabrán que aquel edificio espectacular
de estilo ecléctico que data de 1905, tiene doble entrada, por tanto yo entraba
por una salía por la de atrás, encaminándome hacia la calle de la Amargura para
doblar a la izquierda la de Cuba, donde está el conjunto arquitectónico, que
comprendía la iglesia de San Francisco, otrora de San Agustín y el museo,
otrora también -valga la redundancia- convento de San Francisco (1842) y de San
Agustín (1639) y que fue construido por Francisco González, según inscripción
encontrada en excavaciones. Exactamente en Cuba entre Amargura y Brasil
(antigua calle del Teniente Rey)
Una carpeta de congreso con asa terminaba
de componerme el atuendo, que me permitía cada mañana ingresar al edificio y
estratégicamente abandonarlo, pero hubo un día que la botella me la dio un señor muy compuesto que
para colmo iba a hacer gestiones a la sede diplomática y durante el viaje, me
pidió encarecidamente que le pasara los documentos que llevaba a la secretaria,
del embajador; yo quise desparecerme, no abrí la puerta del carro y me lancé
porque me quiero mucho la vida y en los momentos de desesperación pienso en el
helado y el sexo y eso me sostiene y me asegura para no cometer un estropicio
contra mi persona.
Al llegar, tomé el sobre y leí el nombre
de individuo -que aun no se me había presentado- con una soberana y soberbia actitud, le dije espéreme aquí,
subí las escaleras y cuando fui a tocar la
primera puerta que encontré, una señora, alta blanca tiposa, de me mediana edad
me interpeló, cuestionando mi presencia ante la puerta de la que supe luego fuese
su oficina. Hay que recordar que en aquel entonces, Brasil a diferencia de España o Estados Unidos no era rumbo para los cubanos, a pesar de la influencia de la novela, que tanto tuvo que ver con el curso de la economía cubana, ("Vale todo" y las paladares.)
-
Qué desea joven?
-
Entregar estos
documentos de urgencia a la secretaria del embajador.
-
No será a la del
cónsul. Agregó la señora.
-
Sí pudiera ser también.
Es una encomienda de un amigo.
-
Entonces es conmigo –me
dijo- Espere a ser llamado. Su nombre?
-
Alberto Pijuán para
servirle
-
Le entregué el sobre y bajé
con la misma
Al bajar choque con Orestes Perdomo –ya sabía
el nombre-, le dije,: espere será llamado por mi nombre Alberto Pijuán, yo debo
retirarme a hacer unas gestiones, y deseándole suerte me escabullí como siempre
solía hacer, por la puerta trasera, dejando atrás al diplomático, para volver a
la realidad, al humilde museólogo
Pijuán, bueno no tan humilde , la palabra no me gusta, sé que es de personas de
bien, pero me suena a humillación y lo que me viene a la mente es una familia
sin zapatos delante de un bohío en Pinar
del Río, la madre escuálida sin dientes, siete hijos y un viejo con la cara
acabada y un tabaco mojado entre dientes, asumiendo la paternidad.
Pasaron dos años y me vi entonces en la
misma situación de Orestes, y lo recordé, preguntándome qué habría sido de él;
de hecho no estaría en el país porque nunca más lo vi en la circunvalación
de la salida de san Miguel y Vía blanca. Esta vez, con el mismo atuendo,
entregaba los documentos en la misma oficina y a la misma persona que
increíblemente me reconoció y soltó una carcajada al verme, yo me quedé en una
pieza. Cuando me dijo:
-
Así que usted es
funcionario de la embajada y ahora a quién le trae los documentos.
-
Aún asustado le expliqué que ese día él me había ayudado a llegar, yo le había mentido, pero era una “mentira
piadosa”, más bien para que me llevara. Le dije quien realmente yo era y la
invité al museo, invitación a la que accedió y cumplió, pero bueno, ese es otro
cuento, que me les quedo debiendo.
Ref. Ver "El comino y la cruz"
Nota: Pueden comentar o calificar, en las casillas más abajo. Gracias.
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