martes, 24 de enero de 2017

Diplomacia embotellada


"la gente sube a la gua-gua, 
y es tanta que se atropella,
y como, no estoy pa esa salsa
me voy pa la via blanca,
y allí, cojo una botella".




Cuando la cosa del transporte se puso mala –y no quiere decir que alguna vez estuvo buena- por los años ’90, gracias a Dios en el museo nos dieron uniforme, -porque ropa no había tampoco- para atender a los visitantes, algunos de ellos ilustres, y allí me hice de un personaje, que incorporaba cada mañana. A los efectos el personaje era un diplomático, funcionario de la Embajada de Brasil.  Si alguno de ustedes ha ido a dicha sede, que está en la antigua “Lonja de Comercio”, sabrán que aquel edificio espectacular de estilo ecléctico que data de 1905, tiene doble entrada, por tanto yo entraba por una salía por la de atrás, encaminándome hacia la calle de la Amargura para doblar a la izquierda la de Cuba, donde está el conjunto arquitectónico, que comprendía la iglesia de San Francisco, otrora de San Agustín y el museo, otrora también  -valga la redundancia-  convento de San Francisco (1842) y de San Agustín (1639) y que fue construido por Francisco González, según inscripción encontrada en excavaciones. Exactamente en Cuba entre Amargura y Brasil (antigua calle del Teniente Rey)
Una carpeta de congreso con asa terminaba de componerme el atuendo, que me permitía cada mañana ingresar al edificio y estratégicamente abandonarlo, pero hubo un día que la  botella me la dio un señor muy compuesto que para colmo iba a hacer gestiones a la sede diplomática y durante el viaje, me pidió encarecidamente que le pasara los documentos que llevaba a la secretaria, del embajador; yo quise desparecerme, no abrí la puerta del carro y me lancé porque me quiero mucho la vida y en los momentos de desesperación pienso en el helado y el sexo y eso me sostiene y me asegura para no cometer un estropicio contra mi persona.




Al llegar, tomé el sobre y leí el nombre de individuo -que aun no se me había presentado- con una soberana  y soberbia actitud, le dije espéreme aquí, subí  las escaleras y cuando fui a tocar la primera puerta que encontré, una señora, alta blanca tiposa, de me mediana edad me interpeló, cuestionando mi presencia ante la puerta de la que supe luego fuese su oficina. Hay que recordar que en aquel entonces, Brasil a diferencia de España o Estados Unidos no era rumbo para los cubanos, a pesar de la influencia de la novela, que tanto tuvo que ver con el curso de la economía cubana,  ("Vale todo" y las paladares.)
-         Qué desea joven?
-         Entregar estos documentos de urgencia a la secretaria del embajador.
-         No será a la del cónsul. Agregó la señora.
-         Sí pudiera ser también.  Es una encomienda  de un amigo.
-         Entonces es conmigo –me dijo-  Espere a ser llamado.  Su nombre?
-         Alberto Pijuán para servirle
-         Le entregué el sobre y bajé con la misma
Al bajar choque con Orestes Perdomo –ya sabía el nombre-, le dije,: espere será llamado por mi nombre Alberto Pijuán, yo debo retirarme a hacer unas gestiones, y deseándole suerte me escabullí como siempre solía hacer, por la puerta trasera, dejando atrás al diplomático, para volver a la realidad, al  humilde museólogo Pijuán, bueno no tan humilde , la palabra no me gusta, sé que es de personas de bien, pero me suena a humillación y lo que me viene a la mente es una familia sin zapatos  delante de un bohío en Pinar del Río, la madre escuálida sin dientes, siete hijos y un viejo con la cara acabada y un tabaco mojado entre dientes, asumiendo la paternidad.
Pasaron dos años y me vi entonces en la misma situación de Orestes, y lo recordé, preguntándome qué habría sido de él; de hecho no estaría en el país porque nunca más lo vi en la circunvalación de  la salida de san Miguel  y Vía blanca. Esta vez, con el mismo atuendo, entregaba los documentos en la misma oficina y a la misma persona que increíblemente me reconoció y soltó una carcajada al verme, yo me quedé en una pieza. Cuando me dijo:
-         Así que usted es funcionario de la embajada y ahora a quién le trae los documentos.
-          Aún asustado le expliqué que ese día  él me había ayudado a llegar,  yo le había mentido, pero era una “mentira piadosa”, más bien para que me llevara. Le dije quien realmente yo era y la invité al museo, invitación a la que accedió y cumplió, pero bueno, ese es otro cuento, que me les quedo debiendo.

Ref. Ver "El comino y la cruz"


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