Una contracción le avisó la llegada, lo
había esperado mucho, nadie sabía nada, sólo ella, que en su soledad, ya hacía
un tiempo se sentía acompañada y yo diría más: bendecida.
Ese día supo lo que sucedería, continuó
dormida, ante el desasosiego de aquel que a pesar de ser su gran amor no lo
reconocía, por altivez y orgullo. Se dejó inocular por su sabia, se mostró
inconsciente, deseada; violentada y tiernamente desvirgada. Era su primera vez, su primera entrega, no
sabía lo que estaba pasándole, pero sí lo que después pasara. Un sí-no, un no-sí.
Una sensación de dolor y placer; como pasar del sueño a la pesadilla; del rumor
al trueno. Él corrió, asustado, sabio o necio, qué sé yo. No asumiría el fruto de su osadía, de esa
noche de autosatisfacción, del egoísmo que lo hizo sucumbir, años más tarde
cuando se vio calcado y reconoció en aquel joven, al joven que fue él. Se miraron profundamente, como viejos
conocidos. Ella no estaba para
presentarlos, alejarlos o acercarlos.
Quería saber más sobre el médico que sin saber estaba pronto a atender a
su desconocido padre.
En la bata se podía leer, su
apellido. La lectura fue interrumpida por la enfermera jefa, la que con tono dulce y picaresco,
lo llamó: Dr. Guzmán, su esposa lo espera en el jardín; trajo al niño.
Helio Guzmán se asomó y vio la silueta
de una figura femenina que arrullaba un “moisés”, en cuyo interior, tapizado de
azul, yacía durmiente, el que sería su motivo de vivir, desde ese instante. Momento en que derramó como brote una lágrima.
Lo que se pierde sin haberlo tenido, sin
haberlo ganado. No se lo merecía, pero aunque
el tiempo había pasado, los ojos verdes, aún seductores, enmarcados por copiosas cejas, y que eran el sello de la
familia; fueron el vehículo que los hizo reconocerse y más que eso, recuperarse. Para el joven Doctor Nelson Guzmán, era el
eslabón que le faltaba, para su completa felicidad. No había tenido padre, pero
su hijo sí tendría un abuelo.
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