martes, 3 de enero de 2017

El paquete del Norte.


Habían pasado tres días de filas interminables, cuando mi padre con toda la marcialidad y rigidez de un maestro normal, se percató de mi angustia, me miró y me dijo con tono severo:  Está bien, pero las manos atrás y sin exclamaciones, ya sabía a lo que se refería, por lo que me encaminé hacia la colita y entré en la sala,  primero, luego fui caminando despacito, hasta llegar al “oasis”, pero no crean que estaba en un desierto, ni mucho menos, había agua; no, estaba en la casa de al lado, adónde hacía tres días una interminable cola de vecinos conocidos y no, desfilaban para ver el contenido del “paquete”.
Los años ’70, estuvieron llenos de cosas curiosas y nuevas para los cubanos; con el fracaso de la zafra  jamás llegó a los 10 millones, las salidas ilegales de cubanos que salían en lancha, las salidas legales de los que autorizaban y aquellos que se iban por la “Cruz roja”  
Mis vecinos, a los que yo adoraba y aun los tengo muy presentes, habían recibido un paquete.  Fueron ellos de los primeros en tener esta dicha porque era prohibido y como prohibido, todos querían saber  y se hizo de aquello todo un acontecimiento en el barrio.  Ellos que siempre fueron muy refinados, pusieron a Félix el cojo de portero y a las Gloria, -la del bodeguero y la del bolitero- a servir agua y café, a los visitantes que con interés iban apareciendo para ver el contenido,  curiosos de aquella gran caja que yo vi llegar, y no solo vi, también olí, porque las cosas del Norte tenían un olor diferente, tanto las cartas como las postales; alguien comentó una vez que era una especie de “spray” que les era colocado.
Al fin llegué, una sobrecama de tafetán dorado cubría la cama  y en una punta ella, la dichosa, mi amiga  Aurorita, Yoyi, -como la conocíamos_ explicando cada detalle de las piezas que allí se encontraban; a cada rato, Gloria le traía un vaso de agua en una bandeja y reposaba.

Era por grupos de cinco, porque todos no cabíamos.  Ellos suspendieron el “pim-pam-pum” de los jimaguas, de  un clavo de tren en la pared y lo taparon con una parte del dosel.  




Lo primero que aparecía, - muy bien colocado- era un juego de chaqueta color salmón de lástex con un pantalón de patas anchas que luego fueron los pantalones campana, unas gafas oscuras de mujer, una peluca rubís , una caja de maquillaje, un jabón de muchos colores, una caja de talco, dos pares de zapatos de mujer , unos bajitos con tacón campana y unos altos de plataforma, tres cortes de tela, blanco rojo y negro de lamé y dos trajes masculinos , uno para el padre y otro para el niño, con camisas estampadas de cuellos de pico. Aquello fue el acontecimiento del barrio. Fue por eso que años más tarde cuando me escapé al museo de la Revolución con nueve años ya sabía lo que tenía que hacer.  Como me dijo papá, no me quité las manos de atrás, ni dije nada, eso sí  la satisfacción fue inmensa. Siendo esto lo que reconozco como mi primer impacto con la pacotilla y lo que reconozco como la primera visita a un museo, de aquel niño que luego fue Museólogo. (ver "Conmigo no" o La auto excursión; "Una cosa tremenda" y/o "Superstición y culpa")

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