Aquel hombre, como no tenía trabajo ni dinero,
inventó ser mendigo e instrumentó toda una parafernalia para así parecerlo. De
madrugada salió de su casa de modo que nadie lo viera con su atuendo, no
desayunó pues no tenía con qué. Bajó por la calle Zapata , hasta Carlos III y
de ahí cogió Belascoaín, buscando la Iglesia de Reina, donde lo tomó el
amanecer; las tripas le sonaban y sentía el estómago en el espinazo, las
bilis le subían y le bajaban, nadie entraba ni salía de la iglesia, ya dando las
nueve en punto sonaron las campanadas y salió de atrás de las columnas, la
gente lo miraba y seguía su camino, nadie le daba importancia. Al fin llegó una señora
muy bien vestida y acto seguido varias personas, de todas las edades, comenzaron
a entrar, él puso su peor cara, atrayendo la piedad de los feligreses,
esperanzoso de que a la salida de la misa, alguien se apiadara. Terminó la misa
y su ánimo volvió. La salida era inminente; los asistentes salían y nada; nadie
parecía darse cuenta de su presencia. De pronto aquella señora bien vestida se
le acercó y este en casi un sollozo le pidió algo para calmar sus dolores, ella
con rostro de Madonna, abrió su cartera y sacó un sobre cerrado y se lo dio, guardándoselo
él inmediatamente. Al ver que otro feligrés se acercaba, le pidió algo para comer, este
otro señor, con cara de viudo, abrió su carpeta y le entregó otro sobre, que
él guardó corriendo. Después vino otro individuo que se le acercó, y él le pidió algo para
calentar su estómago. Este sacó otro sobre y se lo entregó. Pero para su sorpresa
vino otro mendigo y se le acercó, este le hizo un gesto de desprecio, no obstante se
le aproximó y le extendió la mano dándole un billete de veinte pesos. Él lo miró
asombrado y sin agradecerle siquiera salió corriendo hasta el “Palacio Aldama",
donde se guarecería para contar su botín.
Al abrir el sobre que le entregó la mujer, encontró
un paquete de ibuprofeno, pues él le pidió algo para los dolores; el siguiente
sobre contenía algo para comer: un juego de cubiertos desechables y el último
contenía algo para calentarse, como él había pedido, un tubo de pomada Vaposan.
La rabia lo inundó y quiso tirarlo todo contra el piso, cuando pensó que ellos
le habían dado lo que él había pedido. Así llegó a la conclusión de que sólo lo
entendió aquel otro mendigo que compartió con él su dinero, aquel que conocía su dolor, su hambre y su frío.
Llegó a su casa, se despojó de todo su atuendo y se
dispuso y dignó a salir a buscar un trabajo, pues él no había nacido para
limosnero.
Rio de Janeiro
23-05-16.
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