domingo, 13 de noviembre de 2016

Cuando salí de La Habana




Recuerdo la inmensa tristeza, el futuro incierto, el cumplir lo que decía Itá: ¡Sal de aquí! 
El amor vivido y perdido; de las traiciones y desengaños. 
Mi madre y mi hermano de blanco, cada uno en un trono yoruba, recién iniciados,  
sin poderme decir adiós ni despedirme.  El cuadro de Panchita; la imagen de los que
 jamás vería; el peso del equipaje; el llanto inconsolable de mi prima, como augurio 
de eterna despedida.
Mi llanto ahogado, que nadie vería, de lo logrado y dejado de una Habana perdida; 
de un bolero extraviado en el “Delirio Habanero”; de aquella mirada; del placer 
inexplicable de su beso, su tacto, su andar, de su voz entrecortada y zigzagueante, 
de su risa, su sonrisa y su premonición de volver en 10 años; de todo lo que guarda
mi hiperamnesia; esta enfermedad de la memoria que para los estudios fue gracia, 
pero para la vida  me agobia.

250615

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