viernes, 4 de noviembre de 2016

Cumpleaños feliz




Ya era enero, se acercaba mi cumpleaños, era un niño todavía, pero a los 10 años ya no se está para fiesta y piñata. Como cumplo el siete (7) o séptimo día del año, - el más espiritual y mágico de todos los días - el seis me daban muchos juguetes, que conseguían comprándole el derecho a las familias pobres del barrio, yo como niño al fin no me daba cuenta por qué Lorenzo, Mayito, Hectico y Rubensito; - mis vecinos, que eran cuatro hermanos y de ellos uno tenía mi edad - nunca tenían juguetes y yo tantos. Se me quedaban mirando con los ojos idos para mis carritos, mis bolas de cristal y cuanto jueguito tenía; yo ajeno e inocente de que podían ser de ellos, se los prestaba cuando rara vez me decían con pena: Tico vamo a jugar? Sí porque en mi barrio y en mi niñez me llamaban así, era como mi "primito" Lazarito, mayor que yo un año y tres meses. me decía cuando me quería llamar y no sabía decir Albertico.
Durante todo el mes de diciembre, a partir de las 8:00 de la noche mi mamá y mi papá se turnaban en el teléfono para discar el número del INIT, empresa donde se conseguían los restaurantes por turno, era la única posibilidad de comer en un restaurante en los años 60 y 70 en Cuba. El dedo índice les dolía, de tanto discar, pues no había otro modo, ni teléfonos de teclas con el socorrido "redial". Así pasaban semanas, hasta que un día a finales de diciembre lo conseguían. Esa vez fue para el "Rancho Luna", hoy "Castillo de Jagua", de 23 y G. Una mesa para cuatro por favor gritaba nervioso Papá, dio sus datos y ya teníamos garantizado un almuerzo en un restaurante de "lujo" de la Habana, en pleno Vedado, el día de mi cumpleaños. Para ese día tenía una ropita nueva siempre, con tela de retazos que me conseguía mi mamá, merodeando por las tiendas de toda la calzada de "10 de Octubre". Siempre llegaba feliz con el pedacito de tela y con unas tijeras, le quitaba las letras chinas en dorado, que a mí me parecían tan bonitas, pero eran las que delataban el último pedazo del corte de tela; generalmente era "corduroy" para el frío de enero; siempre me tenían muy abrigado, porque padecía de bronquitis asmática, lleno de remedios caseros; el fijo era el orégano frito, con el que una vez me quemé la lengua; había otro peor que era el jarabe de Ipecacuana que era vomitivo y del que guardo recuerdos "non gratos"; a él le debo mi insomnio infantil. Madrugaba para que no me lo dieran y me ponía mis botas ortopédicas al revés sin acordonar, mi uniforme duro del almidón que me arañaba el cuello y cogía la maleta, todo en silencio, quitaba la tranca de atrás de la puerta y salía corriendo para la escuela que estaba al doblar. A eso le debo también el hecho de no tener apetito hasta las 10 de la mañana, hora en que mi primito me llevaba el desayuno en un jarrito, hecho de lata de leche condensada con leche fría con helado de chocolate, único modo de tomarme la leche, siempre hice hipolactancia. Me daba dolor de barriga.
Llegó el tan esperado día y a las 11 de la mañana estábamos listos todos, ese año también iría mi otro primo por parte de madre Julito que nunca estaba porque su papá y mi padrino de bautizo era médico recién graduado y estaba haciendo el servicio social en las provincias.
Llegamos al restaurante y al contar los comensales, comenzaba la primera tragedia de ese día, al darme cuenta que la mesa era para cuatro y nosotros éramos cinco, mis padres, mis dos primos y yo. Papá dijo, entren ustedes que yo me quedo, él ya iba preparado, pero yo no, yo quería comer con mi papá también. El turno era para la una de la tarde, pero al pasar más de media hora y no llamarnos mi mamá, empujó la puerta y entró para saber cuándo nos llamarían El capitán, un señor blanco, de negro, espejuelos y cara de pocos amigos, preguntó a nombre de quién estaba la mesa y mi mamá dio el nombre de mi padre, y para nuestra sorpresa , este respondió que no había turno ninguno marcado para ese nombre, mi madre Santa palideció y las lágrimas le brotaron, al tiempo que reclamaba casi gritando; cómo que no, ese turno lo sacamos el 27, después de semanas marcando y marcando. En ese momento papá, que estaba leyendo su periódico en el parque de la calle "G", cruzaba la avenida ya a punto de explotar; con su voz de trueno, casi ahorca al capitán, al que se le cayeron los espejuelos, ya salían los otros funcionarios del restaurante, cuando una señora madura, pero aún joven, mencionó su nombre, esta vez no para entrar, sino para que la reconociera, era una antigua compañera de trabajo, que había dejado el magisterio y era la telefonista del restaurante.
Esta pausadamente le dijo: Pijuán despreocúpese, vamos a resolver, no eres el único caso, tenemos varias denuncias de personas que se cruzan en la línea y se hacen pasar por funcionarios de la empresa y así le toman los datos y usted confiado se los da, consiguiendo desocupar las líneas y coger así el turno fácilmente. Cuántos son, a lo que mi mamá se adelantó y dijo: Seis. Vamos a esperar y yo misma me encargo de montar la mesa. A la media hora ya eran las 3:00 de la tarde, cuando nos llamaron y pudimos comernos un suculento pollo en fricasé, arroz y frijoles negros. Como sirvieron para seis y éramos cinco, mi mamá sacó de la cartera comando un naylon de espaguettis Vita Nuova y empezó a echar con mucho cuidado, pedazos de pollo, sin darse cuenta el sobre estaba roto y todo el pollo cayó en el piso, gracias que el mantel blanco impecable era largo y los tres niños nos metimos por debajo a recoger pollo.
Después de esa odisea cumpleañera, pero satisfechos, cogimos la ruta 10 y entre risas llegamos a la casa con una experiencia inolvidable más para mi vida y la de todos los que la vivimos y disfrutamos. Por qué no?


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