Ya era enero, se
acercaba mi cumpleaños, era un niño todavía, pero a los 10 años ya no se está
para fiesta y piñata. Como cumplo el siete (7) o séptimo día del año, - el más
espiritual y mágico de todos los días - el seis me daban muchos juguetes, que
conseguían comprándole el derecho a las familias pobres del barrio, yo como
niño al fin no me daba cuenta por qué Lorenzo, Mayito, Hectico y Rubensito; -
mis vecinos, que eran cuatro hermanos y de ellos uno tenía mi edad - nunca
tenían juguetes y yo tantos. Se me quedaban mirando con los ojos idos para mis
carritos, mis bolas de cristal y cuanto jueguito tenía; yo ajeno e inocente de
que podían ser de ellos, se los prestaba cuando rara vez me decían con pena:
Tico vamo a jugar? Sí porque en mi barrio y en mi niñez me llamaban así, era
como mi "primito" Lazarito, mayor que yo un año y tres meses. me
decía cuando me quería llamar y no sabía decir Albertico.
Durante todo el
mes de diciembre, a partir de las 8:00 de la noche mi mamá y mi papá se
turnaban en el teléfono para discar el número del INIT, empresa donde se
conseguían los restaurantes por turno, era la única posibilidad de comer en un
restaurante en los años 60 y 70 en Cuba. El dedo índice les dolía, de tanto
discar, pues no había otro modo, ni teléfonos de teclas con el socorrido
"redial". Así pasaban semanas, hasta que un día a finales de
diciembre lo conseguían. Esa vez fue para el "Rancho Luna", hoy
"Castillo de Jagua", de 23 y G. Una mesa para cuatro por favor
gritaba nervioso Papá, dio sus datos y ya teníamos garantizado un almuerzo en
un restaurante de "lujo" de la Habana, en pleno Vedado, el día de mi
cumpleaños. Para ese día tenía una ropita nueva siempre, con tela de retazos
que me conseguía mi mamá, merodeando por las tiendas de toda la calzada de
"10 de Octubre". Siempre llegaba feliz con el pedacito de tela y con
unas tijeras, le quitaba las letras chinas en dorado, que a mí me parecían tan
bonitas, pero eran las que delataban el último pedazo del corte de tela;
generalmente era "corduroy" para el frío de enero; siempre me tenían
muy abrigado, porque padecía de bronquitis asmática, lleno de remedios caseros;
el fijo era el orégano frito, con el que una vez me quemé la lengua; había otro
peor que era el jarabe de Ipecacuana que era vomitivo y del que guardo
recuerdos "non gratos"; a él le debo mi insomnio infantil. Madrugaba
para que no me lo dieran y me ponía mis botas ortopédicas al revés sin
acordonar, mi uniforme duro del almidón que me arañaba el cuello y cogía la maleta,
todo en silencio, quitaba la tranca de atrás de la puerta y salía corriendo
para la escuela que estaba al doblar. A eso le debo también el hecho de no
tener apetito hasta las 10 de la mañana, hora en que mi primito me llevaba el
desayuno en un jarrito, hecho de lata de leche condensada con leche fría con
helado de chocolate, único modo de tomarme la leche, siempre hice
hipolactancia. Me daba dolor de barriga.
Llegó el tan
esperado día y a las 11 de la mañana estábamos listos todos, ese año también
iría mi otro primo por parte de madre Julito que nunca estaba porque su papá y
mi padrino de bautizo era médico recién graduado y estaba haciendo el servicio
social en las provincias.
Llegamos al
restaurante y al contar los comensales, comenzaba la primera tragedia de ese
día, al darme cuenta que la mesa era para cuatro y nosotros éramos cinco, mis
padres, mis dos primos y yo. Papá dijo, entren ustedes que yo me quedo, él ya
iba preparado, pero yo no, yo quería comer con mi papá también. El turno era
para la una de la tarde, pero al pasar más de media hora y no llamarnos mi
mamá, empujó la puerta y entró para saber cuándo nos llamarían El capitán, un
señor blanco, de negro, espejuelos y cara de pocos amigos, preguntó a nombre de
quién estaba la mesa y mi mamá dio el nombre de mi padre, y para nuestra
sorpresa , este respondió que no había turno ninguno marcado para ese nombre,
mi madre Santa palideció y las lágrimas le brotaron, al tiempo que reclamaba
casi gritando; cómo que no, ese turno lo sacamos el 27, después de semanas
marcando y marcando. En ese momento papá, que estaba leyendo su periódico en el
parque de la calle "G", cruzaba la avenida ya a punto de explotar;
con su voz de trueno, casi ahorca al capitán, al que se le cayeron los
espejuelos, ya salían los otros funcionarios del restaurante, cuando una señora
madura, pero aún joven, mencionó su nombre, esta vez no para entrar, sino para
que la reconociera, era una antigua compañera de trabajo, que había dejado el
magisterio y era la telefonista del restaurante.
Esta pausadamente
le dijo: Pijuán despreocúpese, vamos a resolver, no eres el único caso, tenemos
varias denuncias de personas que se cruzan en la línea y se hacen pasar por
funcionarios de la empresa y así le toman los datos y usted confiado se los da,
consiguiendo desocupar las líneas y coger así el turno fácilmente. Cuántos son,
a lo que mi mamá se adelantó y dijo: Seis. Vamos a esperar y yo misma me
encargo de montar la mesa. A la media hora ya eran las 3:00 de la tarde, cuando
nos llamaron y pudimos comernos un suculento pollo en fricasé, arroz y frijoles
negros. Como sirvieron para seis y éramos cinco, mi mamá sacó de la cartera
comando un naylon de espaguettis Vita Nuova y empezó a echar con mucho cuidado,
pedazos de pollo, sin darse cuenta el sobre estaba roto y todo el pollo cayó en
el piso, gracias que el mantel blanco impecable era largo y los tres niños nos
metimos por debajo a recoger pollo.
Después de esa
odisea cumpleañera, pero satisfechos, cogimos la ruta 10 y entre risas llegamos
a la casa con una experiencia inolvidable más para mi vida y la de todos los
que la vivimos y disfrutamos. Por qué no?
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