miércoles, 23 de noviembre de 2016

“Mateo, el fotógrafo del barrio






Ayer, mirando la cantidad de fotos en las que aparezco, me preguntaba el porqué de esa fascinación de los cubanos de mi generación por las fotografías, y haciendo un recuento, me vino la respuesta; que ahora se la trato de esclarecer.
Nunca se supo de dónde, ni cómo y mucho menos cuándo vendría; lo cierto es que un buen día él aparecía, y había que dejarlo todo porque era la única forma de tener acceso al precioso documento gráfico que nos perpetuaría en imagen; donde podían aparecer 50 o más tonos de gris.





Yo 2 años. Foto por Mateo.
La voz se corría: Ahí viene, y era un corre, corre; como si por radio hubiesen anunciado un fenómeno natural. Las madres iban hacia las escuelas e interrumpían las clases para sacar a los niños en pleno trabajo docente. Era una oportunidad única mensual, bimensual o trimestral. La cuestión es que era irrepetible. 
Recuerdo un día de noviembre del ’71, que había un frío, pero había venido el agua y había que lavar. Todas las amas de casa sacaron su lavadera y el duro jabón “Batey”, la espuma corría por los vertederos y el olor a hervidura de la ropa de cama se sentía; el agua caliente servía para mitigar el frío de la temporada. Todas las familias aprovecharon para lavar los macferlanes guardados desde el pasado invierno.  Cuando ya estaba todo tendido y goteando, pues en aquel tiempo no había aparecido la primera “AURIKA”; se oyó a Caridad, la del 16, dar la voz de alarma; ella era la encargada de avisar, pues vivía puerta de calle y sus amigas y vecinas de edad contemporánea vivían en el interior. No, no era lo que se conoce como “solar”; era más que eso; era y sigue siendo - porque aún se conserva - un pasaje, que tenía tres entradas y sus viviendas se comunican por un pasillo interior que dan continuación a otras viviendas y que fue el escenario de todas mis travesuras infantiles y digo así, porque no era un niño que le gustaban los juegos, prefería quedarme en casa, para ello, le escondía los juguetes a mi primito y así él no salía tampoco, lo que era causa de interminables peleas y discusiones infantiles.


Mi madre Santa y mi hermano Alexis- foto por Mateo.


Fue una sorpresa para mí al estudiar en Historia del Arte la tipología doméstica de la Habana el hecho de encontrame en el aula estudiando como caso único la fachada y pórtico de mi casa de la calle Ensenada en Luyanó.
 ¡Muchachitas, prepárense que llegó! Así retumbaba en todo el pasaje.
Unas pintaban a las otras, se prestaban las joyas y aderezos, los niños tenían que estar perfectos.  Todas se deshacían en artificios, lo que le llamo el antecedente del “fotoshop”. Así de pronto aparecía él, con su aparato en la mano y un bolso al costado. Era blanco, rosado y con cara de bonachón.  En el bolso traía el documento gráfico de la última visita, reluciente, con aquel brillo de la juventud que solía retratar.
Recuerdo aquella mañana como hoy. Mi madre Santa estaba tendiendo con los rolos y sin zapatos, cuando llegó Mateo. Fue una magia lo que la hizo transformarse en una dama de la sociedad.  Se quitó la redecilla que sostenía los rolos, quitándose solo los de la parte delantera,  se pasó la mota con “SIRENE”, aquel polvo facial antiguo y un rímel y ya el rostro estaba listo, arrancó de la tendedera un abrigo de corduroy  negro con botones grandísimos, con el que ya se había fotografiado el año anterior y que estaba enchumbado en agua, pero ahora se lo puso al revés con un collar de cristal de roca.  Mateo, que era un artista, la hizo posar con la cara junto al espejo, en la punta de la cómoda para que no se viera la parte de abajo y mucho menos la espalda y esa fue una de las  mejores fotos de su juventud. 





También fue este momento la causa  de una pulmonía que la llevó  a la Quinta Benéfica y a ganar millones, no de dinero, sino de Penicilina, por usar una prenda de vestir mojada. Detalle que fue hasta mejor, porque el tejido tomó otro tono y ayudó a lo impecable del registro.

Un atuendo siempre debía estar listo. Nos obligaban a dejarlo todo para lograr su objetivo. Por eso los niños del barrio le pusimos un nombrete, por el que se nos castigaba, pero siempre nos lo hacían porque era muy cómico llamarle de “Mateo, tira peo”, a ese ser que perpetuó nuestra imagen y la de nuestros padres en blanco y negro.

Adulto ya, una vez que iba para la casa de mis amigos de “Los Pinos”, me fijé en un cartel antiguo, ya rasgado, que pendía en el portal de una casa de madera y en el cual se podía leer: MATEO-FOTÓGRAFO.  Esbocé entonces una sonrisa de alegría, sorpresa y melancolía, al recordar  aquellos tiempos.
Miércoles 23de noviembre de 2016. 03:00 am






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