lunes, 14 de noviembre de 2016

O médico o abogado


 
Tenía ya 27 años, su belleza iba madurando, se había vuelto ya una joven hermosa, demasiado hermosa diría yo para haber tenido una infancia tan llena de carencias. Se enamoró una sola vez y Helio como se llamaba su amor perdido la había abandonado, sin más ni más, detrás de sus lágrimas quedaron las promesas, el anillo que nunca le pudo devolver y las rosas secas en las páginas del diario. Supo de su boda con una señorita de la alta burguesía por las crónicas periodísticas y fue cuando se propuso no amar nunca más, pero eso sí; saldría bien casada de su casa, tenía a su favor algo fundamental en esa época; era virgen, sólo había entregado su alma. Su auto propuesta era seducir a un médico o a un abogado. Cómo llegar a él no lo sabía, no podía ser de enferma y mucho menos de enfermera, para el caso del doctor, tampoco podría ser contratando un abogado ni relacionándose con él. Algo haría Julia Esther. Belleza e inteligencia no le faltó nunca.
Lo primero que hizo fue ir caminando desde la calzada del Cerro, siguiendo Monte, hasta Galiano y encaminarse a "El Encanto",  sí para ver un modelo de vestido, sobrio y elegante que le fuera bien a su cuerpo y a su empeño; claro que no lo compró, ya sabemos que esa era una tienda muy cara, sólo que más abajo pasando el Prado está la calle Muralla, allí encontró la tela que le hacía falta , un tafetán negro y un tul del mismo color, lo compró en retazos, de todos modos, Violeta, su prima y costurera, lo tendría que cortar. Ya en la calle Monte y dirigiéndose a su casa encontró los zapatos perfectos, eran colgados, así se le decían a los zapatos de exhibición, a los que se le habría un huequito para colgarlos y que perdían por ello su valor. Conocía la técnica de derretirle cera de vela y pasarle betún. Violeta le hizo el vestido y el tapicero de la carpintería de su propia cuadra le forró la antigua pamela de su abuela, le quitó todo el adorno art-nouveau de flores y pequeñas frutas, conservándole el lazo morado obispo, usando tafetán y tul negro para un incipiente velo.
Ya estaba lista ahora solo debía enamorar a Justo el periodiquero, para que la dejara leer a diario el obituario.
Pues a diario también moría un médico o un abogado, dejando, además de su fortuna, viudas e hijos casamenteros.
Ese día de septiembre, se levantó temprano con otras cosas en la cabeza. No tuvo que ir al periodiquero, porque en la bodega lo supo, había fallecido el Dr. Iznaga, un renombrado proctólogo de la época.  Era perfecto, pues la clientela sería, en su mayoría masculina.  Se decía que había atendido hasta al mismísimo presidente Batista.
Este era un hombre casado, dejaba  viuda y tres hijos varones de 22, 25 y 28 años. Ella no lo había visto nunca y, como no leyó el periódico, no conocía su imagen. Rápido fue para la casa. Se preparó y vistió su traje de luto por tercera vez.  Habló con Ultimio el chofer de alquiler que socorría a todos los del barrio y arrancó para la funeraria “Rivero”. No le dio tiempo a mirarse ante el espejo, pero todos la miraban en la travesía. Parecía una reina, a pesar del color negro de su atuendo;  un resplandor la iluminaba;  el aceituna de sus ojos hacían contraste con el lazo morado del sombrero y el creyón labial lila mate.
El entierro sería al mediodía. Era un día gris, combinando con la tristeza de los dolientes; había más tráfico que nunca, ya eran las 11:30 am.
Por su parte en la capilla se amontonaban los familiares y amigos, ya se llevaban el ataúd. Terminaba el funeral. La calle Línea del Vedado se inundó de voluminosos carros negros, siguiendo a la carroza fúnebre.
Julia Esther a sabiendas hizo desviar a Ultimio por otras calles de El Vedado y fue directo hasta el cementerio.  Ultimio la dejaría en Zapata y ella iría caminando hasta la Necrópolis de Colón.
El Dr. Daniel Iznaga, abogado e hijo mayor del difunto, había salido antes para prepararlo todo y entraba con el carro al mismo tiempo que Julia Esther se disponía a ir hacia la capilla, por la acera que hacia ella la llevaba; a pesar de su prisa, su paso era leve, lo que a lo lejos dejaba ver el encaje negro de su sayuela, cuyo peso desvendaba,  las torneadas piernas, el toque insinuante de los altos tacones, semi-cuadrados de sus zapatos, redondeados en la punta.
En medio de su dolor y preocupación, Daniel no se abstuvo de detenerse a admirar el rostro de aquella seductora mujer, por ello se le adelantó y con unísono tino, ella, sin saber quién era, levantó el velo negro que cubría su faz, chocando la mirada con la de aquel hombre de rostro anguloso y moreno de Daniel. Durante el sermón, él no le quitó los ojos de encima.  Quién será la bella desconocida – en silencio se preguntaba.
Terminó la ceremonia y al buscarla, ella ya no estaba, se había quedado atrás, para que nadie dudara ni le preguntara. Ya sabía quién era el joven que la había admirado.
Fue cuando Daniel se dispuso a llevar a su madre en su carro pero ya la viuda de Iznaga  se había montado en el vehículo de otro familiar. Por lo que salió solo del cementerio y en Zapata y 12 divisó nueva y finalmente a la futura Sra. Julia Esther  Valdez de Iznaga.
Fue así como mi prima Julia Esther contrajo matrimonio en 1940 con el hijo de uno de los médicos más reconocidos de la época; el Licenciado en Derecho Daniel Iznaga.
10/02/16 - 00:04 -14/11/16 - 17:51.
 

No hay comentarios.: