Bien sé yo lo que es eso, no porque lo
haya sufrido, sino porque no permito que pase. Fui un niño privilegiado en
cuanto a que nunca me faltó nada; incluso habiendo nacido en la Cuba del ’60,
mi padres siempre se las arreglaron para suplirme de todo lo necesario y más.
Cinco cajas de refresco semanales, como si cumpliera años todas las semanas, eran
despachadas en la casa por un contacto en la fábrica de refresco, un bistec
diario, con puré de malanga, ropa de más, pues mi madre santa arrancaba para la
calzada de “10 de octubre” y hacía confianza con todas las tenderas; eso sí
mis zapatos ortopédicos, mi talco y mi colonia “Bebito”, el helado de
chocolate para tomar la leche y juguetes doble porque cumplo el 7 de enero, un
día después de reyes. A todo esto se les escapaba a mis padres un detalle y era
que yo no me estaba criando solo, que conmigo se criaba mi primito de solo un
año y tres meses de diferencia, y que cuando nos sentábamos a almorzar el comía
huevo y yo carne , incluso en la misma mesa. ¿Cómo podía ser eso? ¿Cómo no se ponían
de acuerdo y me hacían pasar por eso? Pero yo comía e iba separando un pedacito de carne
para Lazarito y otro para mí, si era pollo igual. Era una especie de
complicidad que nunca nadie supo hasta hoy, que lo estoy contando. Mis abuelos
paternos lo criaban a él y ellos no tenían las posibilidades de papá, que era el
que trabajaba; mi mamá pues se ocupaba de su hijo, pero y de mi alma, quién se
ocupaba, pues sí; de mi alma se ocupaba ese don inmenso que hasta el sol de hoy
me hace comprar algo para mí y lo mismo para Lazarito y en silencio sigo enviándoselo
para Cuba, para no quedarme con el alma
estrujada.
Hoy vi en el mercado a un padre que le
negaba a su niña un dulce y ella le decía (en portugués), por favor papá, y yo
de espectador pensaba que la estaba cuidando para que no engordara o sabe Dios
para qué; sólo que a la hora de pagar, de mi caja, paralela a la suya vi como
el papá contaba unas monedas para pagar su compra. La dependienta que me estaba
atendiendo se sorprendió cuando la obligué a a apurarse en lo que salía de la fila
corriendo a buscar el anhelado dulce de la niña, cuando llegué a la caja, ya
casi se iban y le dije nuevamente: por favor pásame esto, acto seguido fui al
lugar donde estaba la niña y ante la mirada del padre le entregué su dulce, los
dos paralizados no supieron qué hacer, hasta que a la hora de salir del mercado, sentí un toque a mis espaldas y vi
aquella imagen angelical que me decía: gracias, tío.
Para estrujarme el alma.
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