Saben aquellos días en que, a pesar de levantarte
temprano, estás despejado; que el despertador no te asusta y sales de la cama
con la alegría del sueño reparador, de
haber soñado y disfrutado durante el sueño, que te miras al espejo y te ves
bien, que en lo que te aseas, sientes el olor del café y compartes una taza con
el sol, con tus dioses. Uno de esos días, perfectos inolvidables.
Maribel salió de casa con el vestido que le habían
regalado por su cumpleaños, el que encontraba escandaloso por su color naranja
estampado de orquídeas lilas y hojas verde chatre; un viento le levantó la saya y solo atinó a
aguantarse el cabello, no le importaba que le vieran su incipiente celulitis.
Un bebé en su cochecito se le quedó mirando volviendo la cabeza y gargajeando,
ella le dijo algo y él le sonrió. Prefirió caminar hasta la oficina, quería que
la vieran. Había pasado mucho tiempo preparándose para ese día, no sabía qué
pasaría pero tenía aquella corazonada de mujer, se sentía renacida, su mirada
esmeralda se hacía más intensa en lo que levantaba el día, comenzaba la
primavera, el invierno ya era historia; como historia y pasado era también su
tristeza, su agonía por aquel que un día se marchó para siempre. Ella también quiso irse, pero no era su hora,
el destino le tenía algo mejor. Su karma
estaba saldado, tan solo un peldaño la separaba de su verdad, de su eterna y
basta felicidad. Llegó a los Aires Libres del Parque Central y se atrevió a sentarse sola a tomarse un café; era
temprano. Llamo al camarero, pidió.
A su vez el Dr. Carlos Eduardo, aun con el nasobuco
en el rostro, firmaba unos documentos al
término de la guardia. Se deslizó la máscara, dejando ver una nariz aguileña y
la sombra verde de una incipiente barba. Con calma, fue a cambiarse de ropa. La madrugada
había sido dura, tres partos, uno de ellos, el último, gemelar, bivitelino; una hembra y un varón. Los padres
pensaban que eran dos hembras y les salió un varón. No le tenían nombre y le
pusieron el suyo: Carlos Eduardo. Él que a sus 32 años no había tenido hijos, luego de muchos esfuerzos y no lograr
procrear. Sabía que no era él por experiencias pasadas. La fatiga se mezclaba con la alegría y el
orgullo, pero siempre en el fondo, aquel gris de la ausencia, de la partida de
Ana Mary, su ex. Dos años ya habían
pasado de su separación y partida en un viaje de riesgo al que él no se
sometió. Una embarcación pagada por la
familia se la llevó a la Florida y, aunque llegó, ahí terminó la relación. Un café era lo que necesitaba. Se quitó los lentes de contacto y se acomodó
las gafas de ver, cubriendo parte de la entrecanosa patilla y resaltando el
azul de los ojos miopes. Tomó su coche para dirigirse a su apartamento en la Plaza Vieja de la Habana antigua y colonial, pero
antes desayunaría en un lugar apetecible que conocía, cerca del parque Central.
El camarero le traía el café a Maribel cuando Carlos Eduardo parqueó el carro, este se dirigió a un barcito que de esta vez estaba cerrado por la temprana hora. Miró y vio entonces que los Aires Libres ya estaban abiertos y hacia allá se encaminó. Al llegar una brisa suave batió en su rostro trayéndole un olor a orquídeas serenadas del campo.. Qué olor - se dijo - si por aquí no hay flores; sin percatarse aun de la presencia de la mujer que vestida de naranja y orquídeas lilas, perfumaría desde aquel instante su vida.
La vio y se acercó a la mesa, ella degustaba su café e hizo algo que nunca se le habría ocurrido; lo invitó a sentarse, chocando las miradas se preguntaron al mismo tiempo: ¿Nos conocemos? Y al mismo tiempo respondieron: Sí. Carlos Eduardo; Maribel. La conversación se extendía, Maribel no llegó al museo en el que trabajaba y a Carlos Eduardo se le olvidó la fatiga de la madrugada. Así que decidieron merendar, luego almorzar y cenar juntos.
Tres meses más tarde aparecían sus nombres estampados, en letra cursiva y a relieve, en la invitación de casamiento.
06/06/16-14/11/16
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