miércoles, 2 de noviembre de 2016

El comino y la cruz.


Qué años '90, "cuánto repeluco" y cuánto vencimiento de dificultades. Esa mañana lluviosa del '92, me desperté temprano como todos los días, me desayuné, mi helado con agua con azúcar, fruto de las tremendas colas que hacía en Coppelia los fines de semana, para que no nos faltara algo que llevarnos al estómago. Muy despacito bajé las escaleras y al abrir la reja del portal con ella se abrió la de la ventana de la sala del segundo piso, miré y solo vi unos rolos y escuché la voz somnolienta de mi madre, que casi dormida me dijo: Niño, no hay comino ni puré de tomate. - el cubano sabe que con ajo, comino y puré de tomate se rompe un sofrito para cualquier comida -, yo la miré con gesto de desespero, queriéndole decir: Mami de dónde lo saco; a lo que ella respondió abriendo sus ojos verdes, y en un lenguaje mímico casi, bíblico y literal que solo entre nosotros entendemos-, me dijo sin una palabra: Sin comino, no hay comida y con la misma cerró la ventana y yo salí con la misión del día, una misión casi imposible, pero como dice la canción, "nada es imposible mientras que vivamos..." Llegué a la parada y fui a coger mi guagua, pasó una ruta 12 y no paró, por lo que decidí caminar hasta la Vía Blanca. En aquel entonces y matizando la escasez de ropa, en el museo donde trabajaba nos habían dado uniforme; una camisa color chocolate y un pantalón azul, al que yo le agregué una corbata y una amiga extranjera - a regañadientes - me había regalado una carpeta con asas y que era de un congreso al que recién había asistido en La Habana. Ese conjunto era mi salvoconducto para decirle a los choferes de carros particulares que trabajaba en la Embajada de Brasil, que aún está en el atiguo edificio de la antigua "Lonja del Comercio" de La Habana. Así pasándome por diplomático me dejaban casi en la puerta del edificio al que entraba muy dueño y señor por la puerta principal y con la misma salía por la puerta trasera, porque a mí allí no se me había perdido nada, hasta años más tarde que tuve que ir a gestionar mi visa para venir a Brasil.
Subía por la calle Amargura cuando al llegar a Mercaderes, venía un ancianito, muy pobrecito y desnutrido, mirando hacia el piso. Él en su lentitud no podía ir más rápido, yo miré también y lo percibí mejor, Dios era un billete verde, lo recogí con premura, ante la vista de aquella figura escuálida y desnutrida con ojos ya anegados por el llanto. Eran cinco dólares, y me vino a la mente el comino, el puré de tomate y la misión que me había dado mi madre Santa. No lo pensé dos veces y extendiendo la mano se los entregué al anciano. Ahora el que lloraba era yo y no me explicaba por qué, ahora pienso que realmente estaba incorporado con aquel diplomático que me inventaba a diario. Me enjugué el rostro y trabajé todo el día, no almorcé porque sólo tenía para el pasaje y para un turrón de maní con frijol colorado en el parque de la Fraternidad. Ese día nadie fue al museo y ya me disponía a salir cuando de la recepción, me llaman para una visita. Iba a decirle que no a la recepcionista, ya eran las cinco de la tarde, pero me dije total. Al llegar a la recepción me encuentro a una muchacha rubia, era ella la visitante. Una turista mexicana que se iba al día siguiente y quería ver el museo. Inicié la visita y ella me miraba tan atenta que daba gusto explicarle y me fui deshaciendo en historias, hasta que al llegar a la última sala - que era impresionante - pues en ella se exponía una farmacia antigua de estilo Art Noveau, ella quedó encantada con los albarellos de porcelana y la belleza de la talla. Al final me despedí muy cortesmente y ella más, y al estrecharme la mano, entregándome un papel, palidecí. Y mudo yo y sonriente ella bajamos por el elevador. La despedí en la puerta. Temblando fui al baño y abrí la mano, momificado vi por primera vez en mi vida un billete de 100,00 dólares y... 
"Sabe Dios señora hermosa lo que sucedió después...pa la tienda me tiré y compré un montón de cosas"
080816. 19:50.
Ref. Ver "El diplomático botellero.

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